domingo, diciembre 23, 2007

En la puerta del bar

Una deuda pendiente me arroja al bar de siempre, donde dejé aliento solitario en ese vaso empañado y lleno de whisky pero siempre dispuesto a escuchar mis conversaciones. Nuevamente mis dientes se encuentran bruscamente con el vidrio del vaso, mis labios se entumecen con el hielo del placer del primer sorbo.

Mi hombro toma vida y se atreve a pedir recompenza por tu cabeza, al mismo tiempo que mi pecho reclama el masaje de tu cabello liso de olor a seda. El anonimato no es ya una cuestión más, un issue. Llega un momento en que el viento ya no corta la cara ni el cesped raspa las piernas. Mi cuello reclama en su propio nombre la pertenencia de tu boca hallada culpable de delitos habituales urdidos en mi piel, contenta y permisiva de tu impunidad.

Una especie de suspiro conspira contra mi oreja y la vuelve dominante en mi cuerpo. Giro en torno a la puerta de entrada, culpable inaudita de la imagen de tu silueta alta y fina presente en mi imaginario, y veo una vez más...creo ver, una vez más, la imagen que consuela y que hace del whisky del fin de semana una entrada a nuestor paraiso, y no un reencuentro con mi ser.

lunes, diciembre 10, 2007

Un ángel en nuestro infierno


Nerviosamente Mauricio miraba a los demás pasar y conversar a su alrededor. Intentos fluidos pero torpes seguían las intromisiones de Mauricio en las charlas de sus amigos de infancia reunidos nuevamente luego de 10 largos veranos. Una risa nerviosa con efectos trémulos en la comisura derecha de sus labios y un asentir rápido y descoordinado con la cabeza eran los gestos más peculiares de Mauricio en aquella noche.

A sus 25 años, Mauricio seguía siendo más niño que adulto. Algo de barba poblaba su mentón (más justo sería decir que largas pociones irregulares de piel desértica sin vegetación vellosa se expandían a lo largo de su rostro con una que otra interrupción que podríamos calificar como algo más que afelpada). Cada día impar del calendario Mauricio se dedicaba al ritual de repasar con una navaja las zonas donde naturalmente patillas, bigotes y barba deben recorrer varonilmente el rostro de un hombre. Al hacerlo, recordaba a otro Mauricio, su padre. Para el hijo, afeitarse tenía miles de significados desde los más naturales hasta los más inocentes y reprimidos. El más representativo era el de su padre en la misma labor. Curiosamente Mauricio sentía que era la única actividad que lo unía a su progenitor. Y verdaderamente lo sentía así. Por ello, había veces en que cerraba los ojos al sentir el sonido (vaya que hacía el esfuerzo para escucharlo) de la navaja cortando su vello facial. Casi siempre recordaba a su padre cuando exterminaba las pelusas de su patilla derecha (cuando niño, el perfil derecho del padre era la perspectiva que se tenía desde el sillón rojo donde Mauricio, Mauricito, se sentaba a admirarlo). Ese viaje al pasado le robaba el tiempo y la conexión con la realidad a tal punto que la única forma de regresar al mundo era cuando sentía golpear gotas de sangre en el lavabo o cuando su abuela le gritaba si otra vez se estaba masturbando.

Para su suerte, la noche del reencuentro con sus amigos del colegio cayó un día 17, impar. Luego de la obligatoria afeitada, lucía una tez emocionada y prolija –lo cual no era necesariamente trabajoso dada su calidad de imberbe-. No hubo abuela que lo atormentara con el tiempo que le tomó arreglarse. Aprovechó el baño matinal para masturbase y luego afeitarse los bigotes y las patillas. Así, por la noche habría menos que repasar.

Cuando joven, Mauricio intentó ingresar al seminario. Resulta que el “casting” por el que pasó lo dejó de lado por ser demasiado bueno. A los 17 años ser virgen, puro, leído, inteligente, culto e inocente puede ser una fórmula fatal para asustar a cualquier sacerdote pedófilo reclutador de hombres. Sólo Mariana, gran amiga de la infancia, estuvo ahí para consolarlo. Frente a la puerta de la casa de Mauricio, Mariana esperó su llegada hasta las 5.17 de la tarde. 10 minutos más tarde, Mariana lo abrazaba –todo desecho él- en el sofá afirmando que el destino es sabio. 20 minutos después Mauricio agradeció a Dios por su sabiduría (y a la plena desnudez de Mariana) por no haber entrado al seminario. Bueno, sí. No hay que ser adivinos para saber que ese hito fue el inició de Mauricio en la ciencia del onanismo, tal como él la calificaba.

En una manera que linda con lo psicópata, durante la reunión con sus amigos Mauricio se dedicó a fotografiarlos en tomas continuas, esa rara modalidad de atrapar el tiempo que tienen las cámaras que permite capturar quizás unas 2 imágenes por segundo hasta que uno suelte el disparador y que nos hacen ver como marionetas sin alma cuando se recorren las fotografías a manera de álbum. Acostumbrados a ignorarlo y a tratarlo con un falso cariño cuando estaban con él (salvo sus notables excepciones), los amigos de Mauricio ni cuenta se dieron cuando éste los alivió de la incomodidad de su presencia. Para él, sin embargo, la velada fue inolvidable. En cada conversación escuchada, en cada labio que se movió, en cada bocadillo que vio comido, en cada risa que escuchó a unos metros, en cada ceja bien peinada, en cada barba bien tupida, Mauricio encontró la felicidad, su felicidad. Quizá por ello se fue temprano a su casa a encerrarse a su cuarto. Una a una, rápida y lentamente, repasó las fotografías que tomó en su computadora. Ya no las contaba por números sino por el tiempo que armaban. Repasó así toda la velada y se la contó con detalle al dibujo de esa mujer perfecta que hizo a los 17 años, una semana después que Mariana le quitara su inocencia sexual o mejor dicho sólo su virginidad. Luego se masturbó como quien se olvida de tomar su pastilla estando casi acostado, se durmió y soñó que todos sus amigos eran normales como él.

lunes, diciembre 03, 2007

Dulce final

Tendido sobre la cama de un hospital, Pedro le agradecía a su hermano el regalo recién traído. Más que un regalo era un capricho, una de esas pulsiones que no se calman hasta verlas saciadas en sensaciones físicas y psíquicas. Mordiendo pedazo a pedazo, Pedro saboreaba el chocolate, ese dulce de su infancia que disparó en su mente mil imágenes de su madre y él corriendo en la arena ardiente del verano, en la grama fresca de la primavera, entre los árboles recios del invierno. Hoy, un día de otoño, Pedro terminaba el último mordisco que le dio al chocolate, el último mordisco a una vida marcada por una lacerante diabetes que lo acompañó desde que lo recuerda hasta ese día en la cama del hospital.