¿Qué hacer si el sol alumbra pero no calienta?, pensó Sebastián. “Lo pensé con detenimiento mientras soltaba una pierna tras otra buscando el bus que me lleva al trabajo”, me confesó algo tímido pero orgulloso de su introspección.
No sé cómo definirlo o interpretarlo, lo confieso. Ojos grandes, eso sí, y muy abiertos, casi como si no tuviera párpados. Delgado y con un aire al profesor de música que todos amamos alguna vez en el colegio, suele vestirse en sintonía con una bicromía malva, “como un ojo golpeado”, ríe Sebastián.
Tiene un gusto fino por las flores muertas pero no la de los cementerios. Le hacen recordar su niñez. Tiene una afinidad por los fallecidos pero no los suyos pues él no le da concesiones a su historia. Tiene la sabiduría de los libros pero no lee uno desde que comprendió, luego de devorar a todos los filósofos griegos, que ellos ya lo habían dicho todo sin decirlo. Por eso mismo, odiaba a Grecia, a los griegos y al idioma griego (en realidad, luego de media cerveza de cereza, su preferida, me confesó que esa animadversión venía de su ojeriza contra su profesora de griego en etapa escolar: “Estoy seguro que nunca tuvo un orgasmo ni que lo tendrá. Apuesto a que gemía en español y no en griego”, me aseguró con ojo de psicoterapeuta, foniatra, psicoanalista, comunista y con cara que él cabía bajo el mismo diagnóstico).
Cuando conversé con él, era verano y todos en las calles tenían rostro del más crudo invierno en los corazones. Sebastián trabaja desde hace cinco años exactos en una compañía de seguros asegurándose de rechazar todos los pedidos de indemnizaciones de los incautos que formalmente que llaman clientes. Durante la hora del almuerzo en horas de trabajo, come solo, mirando la pared.
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