sábado, enero 05, 2008

Al fondo del corredor, donde la luz se quiebra

Silvia lucía un tanto desengañada de sí misma quizá. Esa fue la impresión que me dejaron cinco minutos a su lado. Una chica joven con futuros deleites por delante capaces de marcar hitos en su familia pero, a la vez, opacada por el paso de los años, de sus años, sería mejor decirlo. Años en los que desde quinceañera soñaba con el típico y casi anacrónico vestido blanco en una iglesia de techo alto. En su familia es tradición que la primogénita se case con el vestido de la madre, tradición que se amarra (pues no hay otra palabra para calificar este hecho en las últimas dos generaciones) con un matrimonio temprano, casi juvenil, que no debe pasar de los 17 años (eso va para todas las hijas).

Hace 9 años, Silvia comparte su vida con un hombre para ella especial. Comparte. Un verbo algo injusto para el sacrificio que ella hace de su vida. Silvia aprendió por naturaleza (que viene de la forma en que fue criada y no realmente de la naturaleza) que la felicidad tiene forma de esos genios de lámpara del oriente. La felicidad de una mujer, bajo el concepto y el escaso espacio mental que ofrecía la crianza femenina en su familia, es ver cumplidos los deseos de la pareja en cada segundo, en cada decisión, en cada movimiento, en cada acción, en cada estúpida palabra.

Hace una hora que observo a Silvia y veo que el desencanto en sí misma debe haber crecido tanto a lo largo de estos años hasta el punto que un nombre le debería haber puesto. Se ha mimetizado y exteriorizado en su cuerpo. Una mirada casi perdida y oblicua hacia el piso es una constante en sus momentos de silencio. Dedos que se enredan y desenredan unos a los otros. Uñas que al toparse unas con otras en forma nerviosa (tic que repite hasta en los momentos de calma total) emiten clics frenéticos de un ratón de computadora operado por un adolescente impío en uno de esos juegos llenos de violencia.

Silvia ya no aguanta el escozor de ser la primogénita soltera que viene rompiendo por 12 años consecutivos la tonta tradición de su familia. En el décimo aniversario de esa cábala muerta (lo que equivale al séptimo de su actual y, valga anotar, única relación) Silvia le entregó 12 papeles a Javier cada uno declarando (unos en tinta azul y otros en negra), además de su cruel desespero, que la tranquilidad para el resto de su vida se traduce en anillos de compromiso que van de 300 dólares (felicidad instantánea) hasta unos 2.500 unidades de billetes del tío Sam (felicidad ilusoria).

Hoy día Silvia no entiende que Javier no piensa en futuro, como casi todos los hombres. Silvia no entiende que tiene la capacidad de ser alguien mejor estando con alguien mejor. Esa puta resignación le ha impuesto un techo de felicidad muy bajo y amargo en tono de tradición familiar que ella, lamentablemente, trasladará en forma de venganza hacia sus hijas y, sin darse cuenta, hacia las siguientes generaciones.

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