martes, junio 01, 2010

Nadia

Nadia hoy vuelve a cerrar sus ojos durante el trabajo, pensando en él, en cuándo vendrá nuevamente, en cómo él entró al cuarto aquella primera vez despojándola de la frialdad de su piel, en cómo salió dejando un aire de esperanza que su memoria no deja de abrazar, en cómo al salir dejó una puerta a medio abrir que llena cada sábado.

Una racha de amor sin apetito, cantaba Sabina, detrás de las paredes. Un sábado más, se repetía Nadia detrás de su uniforme de trabajo que ya empezaba a raerse. La fricción corroe. Segunda hora de trabajo, cerró nuevamente los ojos, pensando que pronto tendría que regresar a la tienda de lencería donde habitualmente compraba su uniforme. Sí, esa tienda donde el vendedor hablaba con los ojos y olía con las manos. Un repugnante más.

Cuarta hora de trabajo, entra el cuarto cliente. Nadia, sentada de espaldas a la puerta, viva sin alma, con aliento de tísico, ojos abiertos. Retumba en su nariz, luego en su mente, rápidamente en su corazón, el olor de él. Son sus pisadas, se dice ella. Es su ritmo al caminar, es su rutina de desvestirse, se confirma ella misma: Él baja el cierre de su casaca en dos tiempos, se la quita primero por el brazo izquierdo y luego en el cascarón de madera que llaman silla.

Sin casaca pero desvestido en sentimientos, él se acerca sin acechar. Nadia, aún sin voltear, ve que su piel toma color, multicolor. Crecen flores por sus poros, sus hombros se convierten en colinas, en trayectos, en rutas, en bienvenida. Tiembla, como siempre, cruje como la madera seca.

La rutina de estos amantes se inicia. Echados, frente a frente, se miran a los ojos durante lo que dura el simulado contrato de alquiler. Nunca hablan, no hace falta. Miradas húmedas en ocasiones, ojos que recorren el rostro del otro, angustias contadas en silencio. Esperanzas de algo por venir, le pregunta a él con los ojos. Él responde sin hablar.

Foto de: Blog de Emma Sopeña

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